Ángela Swan, alumna del taller de Kreadores en librería Luces.
Escogió la túnica del color de la turquesa, que tanto le gustaba. Aunque hubiera vestido un saco de arpillera, la habrían escuchado durante horas. Pero, para ella, el comenzar a vestirse, ya formaba parte del ritual que hacía cada noche, antes de que llegaran sus invitados.
Rachid preparaba las bebidas y la antorchas del patio. Hafida adornaba los pastelillos de almendra y las pequeñas pastelas de cada día.
No sabría qué hacer sin ellos. Hafida estaba llorosa porque Mustafa ya había abandonado la ciudad, con promesas de reencuentro, tras la estela de su señor.
El patio olía a azahar. Se oía el agua de la pequeña fuente y de los estrechos canales que, en forma de rectángulo central, lo encuadraban.
El atardecer azul intenso, los esperaba.
Perfumó su pelo con unas gotas de aceite, y puso ungüento en sus manos. Un ancho brazalete, en su brazo derecho, y en su muñeca izquierda se ató la ligera capa que salía de la túnica. No sabía recitar sin llevar la capa atada. Le parecía hipnótico levantar la mano, con esa gasa, y que las palabras salieran de su boca.
Siempre comenzaba saludando a quienes habían acudido a su casa. Bastaba con que levantara su mano izquierda. Se paraba la noche. Sus invitados sabían que iba a empezar a recitar.
Esa noche haría lo mismo. Sería la última. Ella lo percibía. Tal vez no viniera nadie.
Se calzó las sandalias y atravesó su patio privado. Nadie, salvo ella, y Hafida, a su llamada, podían acceder al mismo. Lo contempló y vio el paraíso. Las lágrimas asomaron a su ojos, pero, acostumbrada a no poder parar, mientras recitaba, se contuvo y guardó para sí la sensación de que los tiempos habían cambiado y que el futuro ya no les pertenecía. Cerró la puerta grande de su patio, y se dirigió al salón que daba al patio más cercano a la entrada. Quería contemplar en soledad el lugar donde tantas noches había recitado los versos que tanto le gustaban.
Rachid entró con las jarras y jofainas preparadas. Ella se había sentado en el pequeño pedestal desde el que se aislaba de los invitados y los divisaba. Nada parecía lo mismo.
Repasó en su memoria el repertorio de aquella noche y bebió un poco de té caliente con miel, que le ofreció Rachid. Nada le aclaraba el nudo que tenía en la garganta. Esperaba que no le impidiera decir sus versos.
Como tantas noches, esperó a que el salón estuviera lleno, para hacer su aparición.
Hafida se ocupaba de colocar las bandejas con los pastelillos sobre una mesa grande y baja de un esquina.
Cruzó el salón. Estaba lleno. Lo buscó con la mirada, pero no lo vió. Temió por su suerte.
Les dio las buenas noches a los que habían acudido y agradeció su presencia. Como si se tratara de una noche más, con su voz cálida, con ritmo y emoción, comenzó a pronunciar las palabras que no estaban escritas.
Nadie, salvo Wallada, sabía recitarlas y nadie podría guardarlas. Un patio de Córdoba, una noche de verano, se llenó de azahar y de las palabras aladas de Wallada, la omeya.
Recitó hasta bien entrada la madrugada. Despidió a los invitados. Se dirigió a su habitación. Cerró con llave.
Antes del amanecer, los caballos arrasaron la ciudad. La gente huía a gritos de la masacre.
Cuando entraron a su casa, la encontraron en el patio interior, tumbada junto a la fuente. Con un ramito de azahar en su mano izquierda en la ,que atada, llevaba la seda de su capa y todas las palabras aladas que, con ella, se marcharon para siempre.
Sus versos, como el agua de su patio, se perdieron, pero en las noches de verano, con el olor del azahar, la rapsoda, con su túnica turquesa, vuela por encima de los patios y recita para todos aquellos que acuden a escucharla.