El niño roto, Sergio Barbancho

Sergio Barbancho, alumno del Taller de Escritura La libre (espaciolalibre.es)


Este espacio en blanco, vacío, inerte, pequeño y a la vez infinito. Cuatro esquinas, que lo limitan
y rodean, se mueven y ya no sé dónde está el principio y el final. Sin eje de coordenadas que me diga dónde poner los pies.
No hay aire, apenas puedo respirar.
—¡Hola! —una voz infantil me sorprende por la espalda.
Me giro y veo una figura sin rostro.
—¿Quién eres?
—No lo sé. Dímelo tú.
Sobre su cara aparecen unas mejillas sonrosadas y una nariz pequeña y chata, como recién
pintadas.
—¿Un niño?
—Pues este niño se aburre. ¿Qué hago?
Siento mi corazón latir y cómo fluye la sangre por mi cabeza. Miro alrededor. No hay nada.
¿Qué puedo ofrecerle? ¿Qué será capaz de darme?
—¡Que te digo que me aburro! —grita el niño.
—¡Está bien! Mira allí. Hay una mesa con un mantel rojo. ¿La ves?
—Sí.
—Sobre la mesa hay una jaula del tamaño de una pecera y dentro, un conejo blanco.
—Es muy bonito —el niño sonríe.
—Tiene un «ocho» negro pintado en el lomo.
—¿De donde lo has sacado?
—De un libro de Stephen King.
—¿Quién es ese?
—Un escritor.
—¿Como tú?
—Qué más quisiera yo —murmuro entre dientes.
—Entonces estás siendo poco original. —Tiene razón. Ha descubierto al farsante que llevo en mí. No voy a ser capaz de darle nada. Y él a mí tampoco.
—¿Quieres que sea original? —Siento una punzada en el estómago—. Mira ahora. Estamos en lo
alto de una montaña tan alta que sólo tiene roca. Ni siquiera las plantas son capaces de sobrevivir.
—Tengo vértigo. ¿Qué hago aquí? Debería estar jugando con otros niños. ¿Es que no tengo
amigos?
—No lo sé. Pero con ese carácter pocos vas a tener. —Señalo a un lado de la montaña—. Vamos
hacia allá. Acompáñame.
El pequeño me sigue por un sendero que rodea la cima. Al otro lado, el filo de un escarpe como
la hoja de una navaja simula el fin del mundo.
—Vámonos de aquí. Esto no lleva a ninguna parte —dice el niño tembloroso.
—Tienes razón. No hemos empezado bien.

Le acaricio el hombro y, con la misma mano, sólo me hace falta empujarlo con suavidad para que caiga al vacío. Y no volveré a verlo jamás.
Este espacio sigue siendo blanco, estéril…
Tras caer al fondo del desfiladero, el niño no grita porque no le he dicho que lo haga; tampoco
muere. Se me olvidó. Tumbado en el suelo, mira al cielo blanco como una hoja de papel. Allí sólo hay rocas. Rocas y desfiladero elevándose sobre su cabeza.
—¡No hacía falta que hicieras eso! —grita, y su voz hace eco—. Yo podía haber sido todo lo que
quisieras. Te lo habría dado todo.
—¡Deja de gritarme! —mi voz le llega a través del cielo blanco—. Vete de mi cabeza. No me
sirves.
—¡No es mi problema, es tuyo! —Se levanta y da varios pasos entre las rocas—. ¡No merezco
que me hayas tirado por el desfiladero!
—¡Deja de seguirme! —resuena mi voz—. Así no me concentro.
—¿Yo? —El niño bufa y escupe al suelo—. ¿Quién sigue a quién?
El silencio en el desfiladero dura unos segundos, como una noche en Nueva York. Sobre el cielo
aparecen dos buitres que vuelan en círculos. El niño los ve extrañado.
—¿No lo recuerdas? —suavizo mi voz para tratar de llegar a él—. Mataste al monstruo.
—Sí… —murmura. En su rostro se reflejan sus nuevos recuerdos.
—Era el peor de todos. Ese hombre había matado ya a tres niños. Y uno de ellos era tu amigo.
Pero jamás pensaste que te pudiera pasar a ti. Te amordazó, sacó un cuchillo enorme y te lo puso en la barriga. Comenzó a cortar… —una mancha de sangre aparece sobre la camisa del niño—. Pero el monstruo no vio la caja de cerillas que te regaló tu amigo. Quemaste la soga que te ataba las manos y golpeaste el cuchillo. Te levantaste y saliste de su escondrijo. Corriste. Él te seguía, así que decidiste tenderle una trampa. Junto al desfiladero subía un camino lleno de rocas sueltas. Lo esperaste, y cuando llegó el momento, las empujaste con todas tus fuerzas. —una figura humana, retorcida y ensangrentada aparece junto al niño—. Pero tú también caíste tras las rocas.
El niño se derrumba y ve sus piernas retorcidas.
—Duele —susurro.
—¡Ay! —grita asustado mirando sus heridas.
—Duele mucho.
El niño tose y expulsa sangre por la boca.
—Pero lo lograste. Como todos los héroes. Ahora puedes descansar.
El niño, manchado de sangre y con el cuerpo roto, sonríe.
—¡Gracias! —y suelta el aire que le queda en los pulmones.
El cielo se encoge y se arruga. Los buitres caen. Las rocas se deforman pero no se hacen añicos
ni sueltan bocanadas de polvo.
Aquel mundo empieza a volar hasta estrellarse en el fondo de una papelera.