A la sillita de la reina, Lucía Mérida

Relato escrito por Lucía Mérida, alumna del taller de escritura La Libre (espaciolalibre.es)


-Ven, métete.- Me llama papá desde la orilla – Está agradable.

Su pelo largo se separa mojado en bucles de plastilina. Le llega hasta los hombros y se mezcla
con los negros de su pecho. Le daría para una trenza. Mamá nunca me ha dejado llevarlo largo
porque dice que eso es de choni y de adelantadilla. Cuando le contesto que es mi pelo, me
responde que será mi pelo cuando no viva yo en su casa, y que mientras ella pueda evitarlo no
voy a ir como una niña de las ventas. Ahora podré dejármelo como yo quiera.
– ¿Belén?
– Voy.
Me desabrocho la camisa. Una vez en biquini y con la carne de gallina por el viento, me miro el
pecho y me entran muchas ganas de taparme. A Carla, a Lidia y a mí, bueno, a todas en
realidad, nos ha cambiado el cuerpo en otoño y tenemos hinchados los pezones, los muslos y el
minini. Ahora sangro como cuando Tula está en celo. Meto compresas en la mochila, y
tampones, aunque no sé ponérmelos. Cuando pienso en estas cosas me arrepiento un poco de
haber dejado a mamá, porque no quiero que papá me enseñe, no creo que sepa. Y además dice
Carla que es muy difícil, y que a ella se lo tuvo que meter su madre. Que si una lo intenta hacer
sola no aguanta, porque duele como cuando te pasas con el bastoncillo de oído. Yo, en realidad,
creo que no me pondré tampones y ya está. Y así es menos lío. Y no tengo por qué decirle nada.
Como si me dejo la camisa puesta, vaya. Y así no se huele nada de nada.
– ¿No te la vas a quitar?
“Es que tengo un poco de frío, pero…” “si quieres nos salimos” “nono, es solo al entrar, o sea,
es por el repente”. Me la quito e indaga con la vista.
– Tienes el mismo cuerpo que tu madre.
Me sorprende que hable así de ella, con el paquete de Lays en una mano, con el agua salada
escapándose de la verticalidad de su ombligo, como si nuestro código tácito – no nombrarla, no
recordarla, no quererla-  pudiera crujirse en cualquier momento. Cuando llego al coche sigo
pensando en esto. A veces no entiendo las cosas de papá. Me sabe un poco mal pensar esto y no
decírselo, él quitándome la arena de los pies dándome fuerte con la toalla y yo riéndome y
pensando en realidad en estas cosas. No es que no lo entienda como no entiendo, por ejemplo,
cuando la abuela reza en latín, digo que no entiendo a lo mejor qué piensa. Me habla del
cuidado que hay que tener con los niños como a una adolescente de verdad, y yo le contesto
como responde Tara en Las Vidas de Marlene, le digo que tranquilo porque soy una chica lista,
y él me entiende y sigue conduciendo y conduciendo, y me dice qué quieres que pongamos, tú
mandas; pero después me hace sentarme atrás en una sillita de críos, en la misma sillita celeste
en la que me sentaba cuando tenía cuatro, o cinco, antes de que mamá me quitara de su lado.
Pero bueno, es igual porque papá y yo nos vemos como iguales, porque nos lo hemos dicho ya
dos veces. La primera en una venta de carretera por Badajoz, que yo tenía los ojos gordos y
recién llorados de haber soñado con mamá, y quedamos en tirar los dos nuestros móviles
cuando terminásemos el filete. Nos salimos al parque infantil de fuera y papá me subió en el
columpio y cuando estaba en lo más alto hice lo que me había pedido que era lanzarlos lo más
lejos que pudiese. Eso fue una promesa para los dos. O sea, se quitó su móvil que es el móvil
del trabajo y que se lo compró con sus ahorros. La segunda es más fuerte porque nos pasó como
cuando Lidia quiere darse un pico con Carlos y le da igual que esté delante porque somos un
pack. Pues así. Papá paró a por una mujer con los ojos pintados de morado y yo pensé que la
deseaba y me puse los auriculares porque tenemos confianza suficiente para eso. Me pidió que
me durmiera y yo no quería incomodarlo y cerré los ojos aunque por encima de We Can’t Stop
se escuchaban a veces los gemidos de la mujer. Pero no creo que él lo supiera porque yo me
hice bastante bien la dormida. Después de eso es como cuando Lidia y yo nos enseñamos los
pelos enconados o nos confesamos el relleno del top o ensayamos los chupetones en la otra y ya no hay nada que nos pueda extrañar de la otra y funcionamos como una sola. Ahora cuando
entramos en un bar nuevo miro a los camareros y pienso en cómo se quedarían si supieran que
papá me ha dejado hasta conducir su coche y en la suerte que es tener algo tan especial porque
los padres de mis amigas no huyen con ellas ni se atreven a dejarse llevar ni se atreven a hacer
crecer a sus hijas. Solo quieren retenerlas, como mamá hacía los viernes conmigo viendo
programas de decoración con su olor fuerte a aceituna, con la abuela de por medio peleándose
por que no habíamos probado su asqueroso flan. A mamá le tiembla la boca cuando la abuela le
dice que ha ganado peso o que están saliendo humedades o que esto no es una casa como Dios
manda. No lo noto yo solo, papá dice que lo hacía también cuando estaban juntos. Papá nunca
lloraría porque yo le contestara peor, él sabe enfrentarse a la vida de otra manera. Por ejemplo el
otro día estaba fumando mientras conducía y me dijo “métetelo” y cuando tosí por el sabor a
madera, el se rio. Y no le entristeció ni nada que a mí no me estuviera gustando. Me dijo “es que
el final es lo más malo Belencita”. Él se ríe y tira la colilla hacia delante en la carretera y la
apaga con una rueda. Una vez, en vez de apagarlo en el cenicero lo tire a la carretera como el
suele hacer y me dijo chica lista.
– Papá
“Dime guapa” me dice aparcando en el descampado donde vamos a hacer noche. “¿Tú cómo sabes cómo yo soy?”
– Pues porque eres mi hija. – Abre la puerta de atrás para desabrocharme de la sillita. Me coge
la palma de la mano- Y conozco esta línea,- Sigue hacia mis rodillas – y estas rodillas- Se
aproxima a mis tobillos – y el sitio donde te harás un tatuaje,- Me tira del vestido – e incluso
este vestido.
Yo me revuelvo un poco porque no estoy acostumbrada a que papá me toque.
“¿Por qué haces eso?” “Nono, o sea no…” “¿Por qué no quieres que te abrace?” “Nono, yo sí quiero, no era…perdona.” “Da igual” se sacude el semblante serio con la cabeza, como los perros mojados. Sonríe. “Vamos a intentarlo otra vez.”
Papá me acaricia el trozo de piel que rodea las correas de la sillita con la punta del índice. Hace
lo mismo con mi cuello y termina abrazándome y yo alzándole los brazos. Cuando termina
vuelve a ponerse cara a cara pero tiene la mirada humeante. Me toca los aros y los hombros
como si quisiera hacerme una inspección. Coge el colgante que me regaló mamá y sin previo
aviso tira de él y me lo rompe. Eso me asusta y quiero que pare pero cada vez que le llamo me
calla bajito. Sigue acariciándome la clavícula cada vez con más fuerza y su forma de respirar se
vuelve la de la noche con la mujer y mete la mano en mi top. Yo le pido que pare y me remuevo
pero no consigo quitarme las correas y le digo por favor para no me gusta le digo papá por favor
papá pero él está callado enviciado con mis muslos y yo me acuerdo de Carla y de lo que duelen
los tampones y me huele el pecho y lo besa y me tira del pezón como si quisiera arrancar una
etiqueta y yo ya no puedo más y le pateo la nariz. Él se aparta y tiembla de la rabia y yo creo
que me va a pegar ahí mismo con las venas de sus brazos o que me va dejar sola en el coche
amarrada y lloro avergonzada y lloro y me mira como al cuerpo de…
– No vuelvas a hacer eso – Sentencia. Vuelve a tocarme el principio de los muslos y va
escalando con fuerza con la mano yo me quedo quieta no quiero moverme ni un centímetro más,
tengo muchísimo miedo quiero que venga mamá no puedo moverme le dejo quitarme las
braguitas y tocarme los pelos nuevos siento sus uñas y me revuelvo otra vez y entonces él me
alza la mano como le hace mamá a Tula. Me paralizo. Me quedo quieta con mirada de peatón y
lo último que recuerdo es su voz susurrando:
– Chica lista.