Yesenia Serpa, alumna del Taller de Escritura La libre (espaciolalibre.es)
Tom, dime dónde se han ido los finales felices. Yo creo que se quedan en la infancia o, por lo menos, en parte de ella. Antes de cumplir siete años, fui feliz. Iba a la escuela, al parque y veía el fútbol con mi padre. Hacíamos muchas cosas juntos. Lo que más me gustaba era meterme en su cama. Él fingía estar dormido mientras galopaba en su espalda. De pronto, me rodeaba con sus brazos. Una mano me sostenía y la otra, como un ejército de hormigas, recorría todo mi cuerpo, invadiendo mis axilas. Solo paraba cuando, llorando de risa y entre ruegos, se lo pedía.
El día que cumplí siete años, todo cambió. Esa mañana, no fui a la habitación de papá. Él vino a la mía. Me abrazó tan fuerte que pensé que moriría aplastado. “¿Estás preparado para la fiesta más espectacular del mundo mundial?”. Si sobrevivo, lo estaré respondí fingiendo que me ahogaba. Se rio tan fuerte que su carcajada recorrió la casa y se esfumó por las ventanas.
“¡A desayunar!”, fue la orden que nos hizo correr escaleras abajo. Olía a tortitas, zumo de naranja y magdalenas recién horneadas. En mi sitio de la mesa, la luz de una vela ondeaba sobre un barco de chocolate. “¡Feliz cumpleaños, cariño!” – dijo mi madre al tiempo que me achuchaba. Su voz era como la lluvia menuda, que cae sutilmente resplandeciendo la tierra. Pero cuando se enfadaba, sobrevenía la tormenta. Él, en cambio, era ruidoso. Lo abarcaba todo con su presencia, igual que un trueno. Se complementaban. Se querían. Me querían.
La tarde asomó con prisas. En la cocina, mamá llenaba bandejas con aperitivos. En el jardín, papá hinchaba el castillo, globos y todo aquello que pudiera llenar de aire. Los abuelos habían llegado antes para ayudarnos. A las cinco todo estaba listo y yo ansioso porque empezara la diversión y ver mi sorpresa.
Jugaba con mis amigos cuando llegó. Salté al porche y me quedé junto al abuelo. Mi corazón quería salir corriendo con cada uno de sus pasos. Se acercaba. Le salía fuego por los ojos. La palidez de su rostro y el verde del pelo le hacían aún más siniestro. La boca era tan grande que el labio superior tocaba su enorme nariz roja. Sus risotadas mostraban unos dientes amarillos y afilados. Era como en mis pesadillas. Subió el último escalón y se quedó ahí, mirándome. Estiró los brazos para atraparme. Me quedé paralizado unos segundos, hasta que el instinto de supervivencia me estremeció. Le empujé. Su peso, la gravedad y las escaleras hicieron el resto. Su cara de horror, mientras caía, me persigue desde entonces. Esa fue la última vez que vi a mi padre. Murió de camino al hospital salvando al payaso, la sorpresa, en un accidente de coche. Eso dijo mi madre.