Eva Suárez, alumna del Taller de Escritura La libre.
El cirujano acercó la lámpara de hendidura al ojo y observó con orgullo una cornea, tan reflectante y precisa, que le pareció que la consulta se expandiese a través de ella. Como si aquella operación de cataratas hubiera dejado al descubierto la cripta del ojo. Por unos instantes, se recreó en las fibras azules, en los microscópicos canales y lagunas del iris. Entonces se le filtró levemente la idea de que, entre aquellos haces pigmentados, se pudiera ver a las personas tal como son en realidad. Recortadas en el borde de sus abismos.
Estamos acabando, le dijo para finalizar en una prolongación de cortesía, cuando observó una alteración dentro del ojo. Una crepitación de imágenes mezcladas como en un telón de fondo. La silueta de alguien que pasaba, una mujer a contraluz, rumor de sangre, una feroz punzada en el costado, unas tijeras para zurdos en el suelo. Como si otra realidad se estuviese debatiendo en la retina ciega de aquella mujer.
– ¿Va todo bien, doctor?- preguntó Nuria.
– Todo está perfecto- El médico había dejado de sonreírle. Se tomó el tiempo preciso para disculparse e ir al lavabo.
Ahora sí, frente al espejo, el doctor aceptó, más allá de toda duda, que la retina de aquella mujer la comprometía con una precisión implacable. Se preguntó cuánto tiempo podía alargar su estancia en el baño. También se lo preguntaba Nuria, aunque lo sabía. No necesita pensar, el instinto se lo decía, igual que aquella tarde, muchos años atrás. Casi había sentido placer al atravesarle con la hoja. El mismo que experimentó un instante después en el espejo del baño de la clínica, empuñando unas tijeras con la mano izquierda.
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