Relato escrito por Susana Mateo, alumna del taller Kreadores.
Hace tiempo que no quedo conmigo. Demasiado que no escucho el ritmo de mi paso.
Ayer me escapé del guión de mi vida y me disfracé de pasarela a otra dirección.
Cambié mi estilo habitual de vestir, discreto y sin flores en el bajo, por el traje que me hace invisible. Me calcé en los oídos los músicos que me acompañarían hasta mi cita a solas, el último trabajo de «Miss Cafeína».
Destino del billete: La Odisea.
Las mesas soleadas y altas de la entrada impedían relajar mi antifaz. Ser un maniquí de plástico y sonrisa operada no entraba en mi talla de vida.
Elegir las sillas de atrás es fácil para una sincera cita a dos.
Entré al patio del restaurante sin hacer ruido, con las gafas de sol y una sonrisa puesta.
El camarero descubrió mi quedada bandolera y cerró con llave la estancia para mí.
El pequeño patio empezó a hablar en cuanto nos cruzamos las miradas.
El sonido refrescante del agua fue su beso de bienvenida. La profundidad de sus ojos me sobrecogió. El refugio de la guerra del 36 era la entrada a su alma. Se callaron mis sentidos al sentirme observada por la imagen dulce de la chica de la jarra de agua.
El color de la rosa colocada en el centro de la mesa a dos sillas me sedujo a sentarme.
El diálogo fluyó entre sabores de cocina muy nuestra y una copa de vino tinto de Ronda, Morosanto.
El patio se tomó su tiempo para confiar en mí. Tras las presentaciones, nos reímos de nuestras vidas y le confesé que había acudido a él para celebrar una firma de contrato que me llevaría a otra pantalla diferente en este juego de play.
El puntito del vino tinto me avisó que el coqueteo había llegado a su fin. Las campanadas de las 12 habían sonado para mí. No perdí el zapato en su baile privado pero sí pagué con tarjeta de crédito la cuenta.
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