Relato escrito por Chelo Muñoz, alumna del taller de Kreadores.
Allí viene otro, me mira de soslayo, se acerca para ver quién es el autor y pasa de largo, si me hubiera pintado Picasso sería distinto, todos se pararían y pensarían algo, bueno o malo, pero se pararían.
Curioso, porque soy lo suficientemente importante para estar en una sala abierta al público de un museo nacional, no en los almacenes, donde duermen cientos de obras de arte que nadie contempla. ¡No! Yo estoy siempre expuesto, donde los mejores, sin embargo me siento despreciado, incomprendido, un cero a la izquierda en la galería del siglo XIX. Como si solo estuviera llenando un hueco en la pared, cientos de personas pasan de largo ante mí, dedican un solo segundo a mi lienzo y se van.
Como digo, si me hubiera pintado Renoir, Van Gogh o el gran Picasso otro gallo cantaría, ¿pero, a Odilon Redon quién lo conoce?
Aquí estoy yo, pintado por el gran simbolista, precursor del surrealismo, esperando poder compartir mis pinceladas con los visitantes, sin lograrlo.
En la pared de enfrente está Rousseau, él tiene la suerte de compartir apellido con un ilustre filósofo que se estudia en las aulas y, como a la gente le suena el nombre, le dedican 20 ó 30 segundos y algunos exclaman –¡anda, Rousseau también pintaba! –, sin tener en cuenta que en esta sala estamos los pintores del siglo XIX y que su ilustre tocayo paseó su palmito en el XVIII, pero eso da igual, no conocen nada ni del filósofo ni del pintor, solo que el nombre les suena. Eso, solo eso, es suficiente para que le dediquen tiempo.
Me acuerdo de cuando Beltrán eligió el lienzo. Sí, Beltrán, lo de Odilon es un apodo por su madre Odile. Me eligió virgen, sin que yo conociese nada del mundo y empezó a plasmar hermosos trazos hasta por fin hacer de mí un precioso cuadro de un geranio.
Brillante, perfecto, lo que quieras, pero solo soy un cuadro de un geranio de Odilon Redon. ¿Quién me va a mirar? Que sí, que Odilon fue muy culto, que fue amigo de Darwin y de Baudelaire e ilustró sus libros, pero la realidad es que casi nadie lo conoce. ¿Quién se va a sentar, durante horas, con su caja de lápices o pinceles, para copiarme? ¿Quién va a desear robarme? porque ni siquiera soy goloso para un robo, ni para eso debo servir. ¿Para mí, protección?, la mínima. No como para aquel Van Gogh del fondo, que todas las alarmas de la sala son por él. Yo paso desapercibido, voy contando los meses, esperando al estudiante de arte de turno hasta que llega febrero, entonces todo cambia: siempre vienen a verme, ¡bendito mes!, es cuando estudian a Redon en la escuela de arte. Me siento grande, a veces hasta siento pudor. Los alumnos se acercan y empiezan a observar hasta el más íntimo trazo de mi lienzo, desnudando todos mis secretos y yo, que no estoy acostumbrado, me ruborizo, me agobio y quiero darme la vuelta, pero ya veis, no puedo.
No obstante, dura poco, porque lo más importante de Odilon no son sus flores, sino los seres extraños; las inquietantes arañas que ríen o lloran; las fantasías; los temas oníricos y yo… solo soy una flor, una flor de maceta.
Sí, me pintó un genio, eso es un orgullo. Poco famoso, pero un genio, disfruté mucho mientras me construía, entonces era único, el más importante, el más amado, hasta el bendito momento de la última pincelada. ¡Qué momento más glorioso! a partir de ahí, ya ven ustedes en que hemos acabado. Ni 10 segundos me dedican los visitantes.
Si yo estuviera en una casa, una modesta casa donde no hubiera obras de arte, entonces sería importante. Cuando llegaran las visitas, mi dueño me enseñaría, contaría con detalles la historia de Odilon, de cuando ya era mayor y dejó los negros y empezó a usar pastel, acuarelas y óleos para dar colorido a sus cuadros, y se hizo famoso entre el gran público. Hablaría de mí y de cómo llegué a sus manos. Esa narración sería larga y entretenida. Yo sabría, palabra por palabra, lo que iba a decir. Me sentiría grande y amado.
Sé que no es el precio lo que hace que no puedan comprarme –no sería muy caro si saliera a subasta–, es que soy el único cuadro que representa al autor en esa época, en este museo, lo que me hace imprescindible para los que lo dirigen. En fin, que yo creo que eso no le importa a nadie más que a ellos.
Así que, únicamente por razones de estadística estoy aquí. Triste y despreciado en este gran museo, ocupando la misma sala que Monet, Degas, Van Gogh o Gauguin. Esperando que alguien me mire, al menos tantos segundos como a mi amigo, el que comparte nombre con el famoso Rousseau.