«Del caminar sobre hielo» de Werner Herzog

Múnich-París,
del 23.11.1974 al 14.12.1974

“A finales de noviembre de 1974, un amigo de París me llamó y me dijo que Lotte Eisner estaba gravemente enferma y probablemente moriría  […] Tomé el camino más directo a París, firmemente convencido de que si iba a verla a pie, ella seguiría con vida. Además, quería estar a solas conmigo mismo”

Por entonces Herzog tenía 32 años, un hijo y cinco películas, otros tantos cortos y un documental a sus espaldas.  Vivía en Múnich, donde nació  y de donde se largó a los catorce para ver mundo, tras una infancia despojada de todo contacto con el cine o cualquier cosa que hiciera sospechar adónde llegaría el chico.

Lotte Eisner era su amiga y mentora y tenía entonces 78 años.  Había sido la primera mujer crítico en Alemania, escribiendo para el Film-Kurier antes de la llegada del nazismo, que la obligó a exiliarse a París donde vivió y trabajó como crítico y conservadora del patrimonio fílmico expresionista alemán hasta que murió en el año 83.

Así que, sí, “die Eisnerin” sobrevivió al arrechucho del 74, gracias o no a la travesía Múnich-París de Werner Herzog. Y él consiguió estar a solas consigo mismo.

Salió un 23 de noviembre con una brújula, un mapa insuficiente y dirección oeste.  Más tarde perdería la brújula y entraría en zonas que no venían ya en su mapa;  caminaría días y días bajo  la lluvia, la nieve o el granizo, buscaría refugio nocturno allanando segundas viviendas de gente de la ciudad o dormiría aterido en pajares abandonados.  Realmente ese no era el punto, aunque la maldición continua del torturador clima o las referencias al dolor terrible de pies hagan aparición a menudo en el relato.

Lo que Herzog consigue es escribir como se piensa cuando se camina. “Al caminar se le llena a uno la cabeza, el cerebro rabia”, dice, y elabora este cuaderno de viaje a trazos, en lo concreto y en lo abstracto, sólo enumerando o penetrando dentro de lo que a cada paso se le presenta. Presta su mirada a quien le lee aunque a veces desorienta al lector que anhela una línea temporal clara, que quiere saber si lo que está leyendo es verdad o mentira o sueño. Gran parte de su encanto es ese porque no fue escrito para ser leído.

Hace referencias personales, como anotaciones en una lista de la compra, y al poco te muestra desoladas aldeas, inhóspitas tabernas o espectáculos atmosféricos aterradores.  Te describe juntando un puñado de frases cómo un manzano sin hojas puede hacerte sentir el hombre más solo del mundo o cómo cuando llevas muchos días caminando hablas contigo mismo y no puedes evitar reírte como un descosido por una broma privada en mitad de la multitud de un desfile.

Habla de muchas ciudades (pueblos, aldeas) alemanas de nombre impronunciable, de la belleza del Rhin, de gente que pasaba por allí, de los que sospecharon de él y de los que lo subieron a su coche, de las cimas, los valles y de lo duro que es caminar si te duele la ingle. Eso es lo que se encuentra en este “Del caminar…”; y a un hombre extraño con extrañas ideas que camina “si no llueve, sesenta kilómetros de una vez” o nada de Nueva Zelanda a Australia (80 kilómetros) con unos refugiados que pretenden huir. ¿Será cierto?

La verdad es que Werner Herzog es un señor muy raro. Esa puede ser una conclusión.

Otra puede ser  que “Del caminar sobre hielo” debe ser leído como una colección de imágenes desoladoras o bellas, o ambas, o más cosas. Y que no es tan buena idea caminar (bajo la lluvia, sobre el hielo) alrededor de 700 kilómetros para ver a un amigo, a no ser que le salves la vida.

“Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy bien de la cabeza, la sabiduría llega a través de las plantas de los pies. A aquel a quien no le arde la lengua, le arden las plantas de los pies”.

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 “Del caminar sobre hielo” de Werner Herzog.

Editorial Gallo Nero, Colección Piccola, Septiembre de 2015.

Lorena Cabrera López