Antes de empezar a leer había un aviso de la Llucia Ramis: «Esto no es una autobiografía«. Esa frase, sola en mitad de la página, resultaba demasiado contundente como para no querer decir lo contrario.
Así que continúo, comprobando que aquello no tenía más remedio que ser la vida de esta tal Llucia que comenzaba a conocer: hablaba de su abuelo y su bisabuelo belgas, herederos de la Transmontana de Zinc en Asturias; de su vida en Mallorca, de la de su madre en París, de todas las etapas de la vida memorables en cada generación… de esa manera elástica con el tiempo y el espacio que solo se encuentra en el recuerdo o en el sueño.
Pero cuando comenzaba a sospechar que no, que aquello tenía un algo de ficción, me encontré con el comentario rotundo de su padre: los recuerdos no son más que lo que queda de ellos cada vez que los evocamos. Son construcciones que se hacen de esta manera extraña en la que Llucia nos mete en la historia de su familia, a través de detalles, de traumas, de frases que permanecen para siempre, de sensaciones…
Por eso deduzco que ella tenía razón y no es una autobiografía, que habrá pasajes inventados y otros demasiado verdaderos como para que se te ocurran; cosas que no fueron del todo como se cuentan, pero que quedan mejor así y las damos por ciertas. O preferimos creerlas.
Así que supongo que no, que ninguna autobiografía es una autobiografía. Esta no lo es y consigue encerrar toda la sutilidad y la fuerza de lo vivido en una historia que no es tal, que se disfraza de historia para atraparte como lo hacen los aromas de la infancia.
Lorena Cabrera