Reseña: ‘Vengo de ese miedo’, de Miguel Ángel Oeste

Escrita por Rosa Ortiz Zaldívar

En su nueva novela, Miguel Ángel Oeste lleva a cabo un ejercicio de valentía, de audacia y honradez, desmenuzando experiencias vividas a lo largo de la narración de escenas de una familia, la suya, una más, carente de códigos morales en la que se explayan a sus anchas la atrocidad y la aberración y sus consecuencias: una sucesión de heridas infectadas que no dejan de supurar y un miedo pegajoso y omnipresente del que el autor va a hacer su tema principal a lo largo de toda la narración.

No es la denuncia social del maltrato infantil el motor de esta novela. Afirmar esto sería reducirla y convertirla en anécdota. Resulta revelador que Oeste comience su novela con una cita de Delphine de Vigan, otra escritora curtida en el relato de sus traumas infantiles, con la que el autor parece identificarse. Vigan y Oeste se acercan a los traumáticos acontecimientos que rodean sus heridas infancias y adolescencias para tratar de entender, para tratar de entenderse. No hay asomo de revanchismo, ni siquiera de deseo de reparación en la narración de sus experiencias.

Oeste habla de su vida, de su pasado y de su presente con un estilo duro y directo. El miedo del niño se siente como un golpe en el estómago, como una costra en la garganta; una insoportable parálisis atenaza al lector y lo sobrecoge cuando el autor se resuelve a desnudarse hasta el final relatando escenas inverosiblemente crueles. Y es gracias a esta audacia como se evidencia la terrible verdad sobre las heridas de la infancia y la impasibilidad con la que la sociedad es, tantas veces ya, testigo mudo, sordo y ciego de aquellos perturbadores sucesos domésticos que acontecen a la luz de los días y se silencian en connivencia con las sombras de las noches. Una, y otra, y otra vez.

Es interesante como el autor confronta su visión de los acontecimientos con las versiones de otros testigos, familiares y amigos. Y descubre a veces silencios incómodos, sospechosas connivencias, memorias despreocupadas. No hay inquina cuando se percibe falta de correspondencia entre su memoria y la de otros testigos: el único odio lo reserva para su padre- «quiero matar a mi padre»– , acaso solo algún atisbo de perplejidad, de soledad, de duda. Una duda que, paradójicamente, se revierte en convicción a fuerza de doblegarla.

Pero Oeste viene de ese miedo y en ese miedo permanece las casi 300 páginas que abarca el relato. Nos habla de un miedo que se masca, se respira y se muestra tangible a lo largo de toda la novela.

Hacia el final del libro, sin embargo, el autor parece empeñarse en cerrar un capítulo de su vida. La ficción como elemento sanador parece haber dado sus frutos. Oeste, así, nos acerca a la necesidad que acucia a los seres heridos a encontrar refugios donde hacer pie, donde arrinconar las trampas de la memoria y los fantasmas del pasado, por muy aterrador que haya sido este. Con afán de contener las goteras que se filtran en las grietas arañadas por la desgracia. Y una cierta luminosidad parece al fin abrirse paso entre tanto dolor.

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Reseña ganadora de nuestro XII Concurso de Reseñas

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